En
los años 70 el psicólogo Paul Eckman, en un “darwiniano” trabajo pionero,
descubrió que las expresiones faciales de las emociones, en lugar de determinadas
culturalmente, son más bien universales y tienen, por consiguiente, un origen
biológico. En su primera lista de emociones básicas incluyó la alegría, la ira,
el asco, el miedo, la sorpresa y la tristeza. Dos décadas más tarde añadiría a
la lista la vergüenza, la satisfacción, el alivio, la culpa, el desprecio
y el orgullo/soberbia, entre otras.
La
factoría Pixar ha hecho los deberes de la parte que le ha interesado (¿por qué
se ha reducido tanta complejidad a esas 5 caprichosas emociones básicas y quién
ha nombrado presidenta a la totalitaria alegría?) y nos ofrece una historia
tierna e imaginativa por encima de cualquier producción de animación media,
pero por la que, en mi caso concreto, me es imposible no sentir cierta
ambivalencia. Y es que hay elementos del film por los que resulta inevitable no
caer rendido (la fábrica de sueños o los borradores de recuerdos, por ejemplo)
y otros que generan frustración, decepción, tristeza y (por qué no admitirlo)
cierta vergüenza ajena (ese paupérrimo inconsciente… ¡ay si Freud y Jung
levantaran la cabeza!).
El
“inside out” de Riley, su joven protagonista, en lugar de una película, merecía
una serie al más puro estilo “Erase una vez… la mente”. En un afán economizador
y simplificador y con una mano demasiado larga de “infantilizator blanqueador”,
la mente humana, ese eterno gran misterio, ha quedado reducida a una cartesiana,
ordenada, pulcra y multicolor sucesión de brillantes y chisposos terrenos
perfectamente definidos, delimitados y etiquetados en los que no hay
ambigüedades, interconexiones, grisuras, sombras, lados oscuros, o simplemente,
mala leche. Pero, ¡oh, my God, la infancia es intocable! ¿Cómo vamos a ser
valientes y turbios? ¡Tito Walt nos libre!
Y
es que, en realidad, puestos a hacer comparaciones, el cerebro (infantil o no) humano,
en lugar de un azucarado parque temático, posiblemente se parezca bastante más
al castillo Hogwarts del universo potteril: siempre está en construcción, es oscuro,
laberíntico y sucio, fantasmas rondan sus pasillos cómo y cuándo les da la
gana, las habitaciones cambian de sitio o mutan de aspecto, hay pasadizos
secretos interconectados, las puertas no siempre se abren (o aparecen donde no
deben), las escaleras que parecen llevarte a un destino, en realidad, te
conducen a un lugar distinto, y siempre hay miembros de slytherin dispuestos a recordarte/mostrarte
lo que no quieres ver, sabotearte o tocarte machaconamente las narices.
Tampoco
cuela esa idílica y nada disfuncional familia tradicional en la que todo es tan
perfecto y blanco (apunte feminista: se mudan por el trabajo del padre y la
madre, no sólo parece no tener profesión, sino que, a diferencia de Riley,
tampoco siente ningún tipo de rencor hacia el responsable). Un traslado, en una
niña con su bagaje emocional y apoyo (su reacción es desproporcionada,
precipitada, incoherente con el personaje y muy “by the face”) no es un conflicto
o trauma a la altura de una película (aunque sepamos, con sus pinceladas
gruesas, que representa la pérdida de la infancia). Al menos, films dirigidos a
un público infantil como Big Hero 6 con la muerte del hermano
mayor, o incluso, Cómo entrenar a tu dragón, con la mutilación del protagonista, narrando
el mismo proceso esencial, se atreven a poner la dosis necesaria de trauma y
“asquerosa realidad” a la altura dramática de la historia.
¿Por
qué no ha habido más riesgo, más valentía, más arañazos, grisuras y grietas y
menos empalago familiar en este muy disneiniano secuestro emocional? ¿Por qué
todo es tan férreo, sólido, claro, delimitado y cursi? ¿Por qué convertir desde
el principio en capitana y oficial al mando a una sola emoción cuando la
navegación SÓLO puede ser conjunta o no ser? "La verdadera patria del hombre es la infancia" escribía
Rilke. Pero no hace falta llegar a la preadolescencia y caer en la tristeza, la
nostalgia y la melancolía de las pérdidas necesarias, para saber que la
dictadura de la alegría infantil más férrea no puede existir, en ningún
momento, sin la tristeza y el dolor. No, Disney/Pixar, esa patria idealizada que
nos muestras no existe. No ha existido jamás. Incluso Peter Pan, desde Nunca jamás, lo sabía…
*
Estaba deseoso por leer tu crítica. Y creo que das en el clavo. Aunque a mi me gustó mucho la peli, no habría sabido verla como tú y ahora sí que la veo diferente. Sí que podría haber sido un filme más oscuro, desde luego. Y sí que está simplificado a lo bruto.
ReplyDeleteTe llamo estoy days, amore, y parlamos más largo y tendido.
Se te love :)
Hi, nene!
DeleteEs un alivio que me digas esto porque el entusiasmo general es tan, tan, taaaan desatado, que ya me había hecho a la idea de que podía peligrar mi cabeza ;)
Tal vez haya sido victima del efecto "great expectations" al verla más tarde que la mayoría, pero no podía evitar pensar que si yo, siendo una triste licenciada en psicología que no tiene ni idea de nada me sentía indignada y estafada, los neurólogos y psicólogos expertos con muchos años de experiencia se tenían que estar tirando de los pelos. Podía haber sido algo mucho más cercano a la realidad, más humano. Es una pena.
Kiss frustrado ***