Si
hubiera tenido que publicar esta crítica el día que vi la última película del (imparable)
director canadiense o el siguiente, no habría sido capaz de escribir ni una
línea. El shock emocional fue tan inmenso que bien podría describirse como
síndrome de Stendhal. Y no fui la única. Me atrevo a asegurar que casi tod@s
l@s que componíamos el pase de prensa de la pasada edición del zinemaldi sentimos
el mismo doble gancho al corazón y a la cabeza y la misma sensación de
trascendencia (no recordaba una reacción del público tan intensa desde Gravity
y dias después la misma reacción se repetiría en Sitges). Simplemente,
lo supimos: Arrival haría historia.
Una
vez más, que nadie se deje “engañar” por su sinopsis (su guión no podría
parecerse menos a las películas de invasiones y contactos extraterrestres que
ya conocemos). Basada en el relato “Story
of Your Life” de Ted Chiang, la experiencia que nos propone Villeneuve
supera todas nuestras expectativas como espectadores porque el MacGuffin
alienígena es la excusa perfecta para hablarnos, por un lado, de la celebración
de comunicación como base moral, social y política de nuestra (y de todas) las
sociedades y de la trascendencia del lenguaje como instrumento pacifista y, por
otro, nos plantea el estudio del duelo por un ser querido que acaba resultando
toda una celebración de la vida. Todo ello desde una perspectiva intimista e
insólita hasta la fecha.
Arrival es, además, impecable desde el punto
de vista técnico y visual (ecos kubrikianos resuenan en más de un fotograma y
en algún momento es imposible no pensar en 2001: Una odisea del espacio). Pero
el corazón del film, además de la inspirada y ajustadísima música de Jóhann
Jóhannsson (atención a la delicada aportación de Max Richter), es Amy Adams,
excelente en su papel de lingüista y anti-heroína dividida entre la
responsabilidad político-profesional y el abrumador peso de la pérdida (nos
recuerda, inevitablemente, a Jodie Foster en Contact y a Jessica
Chastain en Interstellar, films con los que La llegada comparte no
pocos paralelismos). Y por si todo lo anterior no fuera suficiente, el film
posee uno de los más poderosos, líricos y emotivos clímax de la historia del
cine reciente (y como espectadores, nos propone, además, una disyuntiva de lo
más interesante).
Estrenada
(¡oh bendita causalidad!), en el momento en el que más se la necesita (reforzando
así su mensaje), la cinta de Villeneuve contiene casi todas las cosas que amo
en una película, y es, en mi modesta opinión, la mejor película de este fatídico
y odioso 2016. ¿Obra maestra? El tiempo lo dirá, pero lo que sí se puede
asegurar es que su abducción resulta mágica y absolutamente imprescindible.
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