A pesar de ser ampliamente conocido por tod@s y valorado por much@s, existe un tipo de cine que lleva demasiado tiempo pidiendo una categoría propia a gritos. ¿Que cuál es ese subgénero cinematográfico aún por bautizar en pleno siglo XXI? Con el permiso de l@s cinéfil@s y ciberexploradores que lleguen hasta esta humilde morada, me he permitido hacer los honores: cine flagelante.
Podría ser confundido con el género dramático hardcore, pero no nos llevemos a engaños. En el cine flagellator los personajes no sólo sufren muchísimo, sino que lo hacen en progresión geométrica, innecesaria y sádicamente, sin tener ni un solo momento de respiro, ni posibilidad de salvación.
Un director flagelador es equiparable a un guardián de las galeras de Ben Hur: no sólo no deja de dar latigazos indiscriminadamente a todo lo que encuentra, sino que lo hace al ritmo maquiavélicamente adecuado, de forma que el dolor no se solape y resulte más intenso. Metódico y cruel, y con la excusa, en gran parte de las veces, de la denuncia social y/o la justificación de un discurso humanista, lleva a tal extremo eso de “únicamente cuando es pisoteada se extrae de la aceituna su mejor jugo”, que no sólo acaba aplastándola con tanques, sino que no se salva ni un miserable mililitro de aceite que culebree por el suelo.
Hay muchos ejemplos de flage-autores a los que, tristemente, sería impensable imaginar explorando otros géneros, aunque, posiblemente, Lars Von Trier sea el más prestigioso y polémico miembro del Flagellator’s Club. El enfant terrible danés tiene predilección por el sadismo en clave femenina. En su cine, las que suelen sufrir mucho, muchísimo, muchérrimo, son ellas: o deja cuadriplégicos a maridos que ordenan a sus puritanas esposas que se acuesten con otros (Rompiendo las olas), o las condena a la ceguera, la traición y la muerte (Dancer in the dark) o bien asesina a sus retoños en pleno orgasmo y les amputa, posteriormente, el clítoris en plan expiación (Anticristo). Too much.
Un (sádico) paso más allá va Alejandro González-Iñárritu. En sus películas todos los personajes, sin discriminación de género o de especie, sufren agonías terribles hasta el punto de acabar reducidos a papilla física y emocional (aunque en el caso de los animales no humanos, suelen acabar estúpida, innecesaria y cruelmente asesinados). Amores perros, 21 gramos, Babel, Biutiful… en todas ellas sus sufridos protagonistas se rebozan en el dolor con detenimiento y esmero, cual hipopótamo en el nutritivo fango. Y es que, en el cine de Inárritu, no se salvan de sufrir ni los del catering.
Obviamente, existe cine flagellator de calidad y cine flagelante no tan redondo. Si bien es cierto que las películas están por encima de los géneros, resulta innegable que existe un sector del público (entre el que me encuentro) que no acepta convertirse en sparring injustificada y sádicamente. Y es que es imposible no plantearse si para bucear en el corazón humano y volver a la orilla, es necesario, como único método de exploración, soltar golpes ininterrumpidamente, manipulando y noqueando al espectador, como si sólo al sentirse realmente apaleado pudiera llegar a comprender alguna verdad profunda, misteriosa y trascendente sobre la naturaleza humana.
Actualmente, hay una prestigiosa película flagelante en cartel que parece entusiasmar a todo el mundo. Mentiría si dijera que su visionado no resulta muy recomendable, pero también si adujera que todos sus golpes argumentales son necesarios. El Tyrannosaur de Paddy Considine (subtitulada horrible y espoileadoramente como Redención en España) es devastador, contundente y muy sólido. Además, está protagonizado por dos actores en estado de gracia. Si una película sigue fresca en la mente a pesar de haber transcurrido seis meses desde su visionado, obviamente, hay algo muy interesante en ella, pero no sé hasta que punto su vivo recuerdo no tiene que ver con la profunda indignación que sentí durante su visionado. Y es, ¿era necesario llegar a semejantes cotas de sadismo y crueldad para empatizar con dos personajes heridos y apaleados o para justificar sus acciones?
¿Hasta que punto, a veces, el estilo flagelante in crescendo sólo está justificado por la falta de imaginación y sutileza del director y su escasa confianza en la inteligencia del espectador?
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