2 * Take a look on the wild side... of the road
Pocas veces voy al cine sin investigar detalles sobre la película en cuestión, simplemente guiada por el instinto o por alguna buena referencia. Admito que si hubiera conocido más a fondo el argumento de La Carretera, no estarías leyendo estás líneas, porque este film pasaría a engrosar, sin duda, una de las escasas excepciones de mi lista “films para no ver nunca”.
Y no es que la película de John Hillcoat sea mala, más bien al contrario. Es un film excelente (aunque incomprensiblemente ninguneado por la crítica en mi opinión), sin embargo, si tuviera que hacer un ranking con los argumentos más terroríficos, The Road estaría, sin duda, en el honorable top 5. Como diría Chandler Bing “era como si alguien hubiera escrito mi peor pesadilla y me hubiera hecho pagar por verla!”.
En esta realidad distópica, una catástrofe ambiental (o nuclear, nunca se especifica) ha acabado con el 95% de la población, junto con toda la vida animal y vegetal (sólo algunos insectos y árboles resistieron inicialmente, pero han muerto casi todos). Siempre es invierno, siempre hace frío y el cielo siempre está gris. Las cenizas lo cubren todo. La comida se convierte en el bien más codiciado, así que los supervivientes, básicamente, sólo tienen dos opciones: el suicidio o el canibalismo.
Una vez agotada la despensa, un padre y un hijo se ven forzados a abandonar su casa. A lo largo de la carretera, descubrirán si son portadores de luz o todo lo contrario. Y hasta ahí puedo leer.
Esa tarde cometí la imprudencia de ir sola al cine y confieso que nunca en toda mi vida había sentido tanto terror. De hecho, temblaba tan visiblemente, que me daba vergüenza que algún espectador pudiera darse cuenta. Todos los músculos de mi cuerpo me instaban a abandonar la sala, y si no fuera porque un buen amigo me había dicho que el final de la novela era esperanzador, lo habría hecho sin ninguna duda.
Hacia los 30-40 minutos de la proyección ocurre algo tan sumamente espeluznante y sobrecogedor, que te lleva más allá del horror hasta un lugar en el que te blindas emocionalmente. Tu cuerpo automáticamente se relaja, porque sabes que nada de lo que puedas ver a continuación puede superarlo en espanto. Y te da igual la posibilidad de que se coman al padre al alioli o que el hijo se muera de un ataque de anemia galopante. Sólo quieres que el viaje acabe lo antes posible.
Cuando llegaron los anhelados end titles, los despertares o (leves) estados de shock que siguen a la proyección de una película, se multiplicaron por 1000 al acabar La Carretera. Creo no equivocarme al afirmar que no había visto un silencio más abrumador y unas caras más compungidas en mi vida.
Salí del cine como quien escapa de un secuestro y durante los días siguientes tuve casi todos los síntomas del trastorno de estrés postraumático: hipervigilancia, irritabilidad extrema, dificultad para dormir (me daba pánico apagar la luz) y para concentrarse y reviviscencia o la obsesión por revivir escenas y emociones en tu mente una y otra vez.
Y es que, sea cual sea tu nivel de trauma post-roadiano, a pesar de los profundos y emotivos valores humanistas que atesora, La Carretera te ataca de las 3 formas en las que te puede noquear una película: izquierdazo a la emoción, gancho a las tripas y cruzado a la cabeza. De hecho, este último golpe resulta el más peligroso de todos, porque aunque consigas librarte del impacto emocional inicial, no consigues abandonar el asfalto y te sorprendes caminando por ella muchos meses después. Por que The Road es como una maldita espina que se cuela en tu torrente sanguíneo y avanza lenta pero indefectiblemente hacia el sótano en el que conviven tus peores miedos. Y una duda, como una cuchilla, araña tu mente: ¿y si pudiera pasar?
Pocas veces voy al cine sin investigar detalles sobre la película en cuestión, simplemente guiada por el instinto o por alguna buena referencia. Admito que si hubiera conocido más a fondo el argumento de La Carretera, no estarías leyendo estás líneas, porque este film pasaría a engrosar, sin duda, una de las escasas excepciones de mi lista “films para no ver nunca”.
Y no es que la película de John Hillcoat sea mala, más bien al contrario. Es un film excelente (aunque incomprensiblemente ninguneado por la crítica en mi opinión), sin embargo, si tuviera que hacer un ranking con los argumentos más terroríficos, The Road estaría, sin duda, en el honorable top 5. Como diría Chandler Bing “era como si alguien hubiera escrito mi peor pesadilla y me hubiera hecho pagar por verla!”.
En esta realidad distópica, una catástrofe ambiental (o nuclear, nunca se especifica) ha acabado con el 95% de la población, junto con toda la vida animal y vegetal (sólo algunos insectos y árboles resistieron inicialmente, pero han muerto casi todos). Siempre es invierno, siempre hace frío y el cielo siempre está gris. Las cenizas lo cubren todo. La comida se convierte en el bien más codiciado, así que los supervivientes, básicamente, sólo tienen dos opciones: el suicidio o el canibalismo.
Una vez agotada la despensa, un padre y un hijo se ven forzados a abandonar su casa. A lo largo de la carretera, descubrirán si son portadores de luz o todo lo contrario. Y hasta ahí puedo leer.
Esa tarde cometí la imprudencia de ir sola al cine y confieso que nunca en toda mi vida había sentido tanto terror. De hecho, temblaba tan visiblemente, que me daba vergüenza que algún espectador pudiera darse cuenta. Todos los músculos de mi cuerpo me instaban a abandonar la sala, y si no fuera porque un buen amigo me había dicho que el final de la novela era esperanzador, lo habría hecho sin ninguna duda.
Hacia los 30-40 minutos de la proyección ocurre algo tan sumamente espeluznante y sobrecogedor, que te lleva más allá del horror hasta un lugar en el que te blindas emocionalmente. Tu cuerpo automáticamente se relaja, porque sabes que nada de lo que puedas ver a continuación puede superarlo en espanto. Y te da igual la posibilidad de que se coman al padre al alioli o que el hijo se muera de un ataque de anemia galopante. Sólo quieres que el viaje acabe lo antes posible.
Cuando llegaron los anhelados end titles, los despertares o (leves) estados de shock que siguen a la proyección de una película, se multiplicaron por 1000 al acabar La Carretera. Creo no equivocarme al afirmar que no había visto un silencio más abrumador y unas caras más compungidas en mi vida.
Salí del cine como quien escapa de un secuestro y durante los días siguientes tuve casi todos los síntomas del trastorno de estrés postraumático: hipervigilancia, irritabilidad extrema, dificultad para dormir (me daba pánico apagar la luz) y para concentrarse y reviviscencia o la obsesión por revivir escenas y emociones en tu mente una y otra vez.
Y es que, sea cual sea tu nivel de trauma post-roadiano, a pesar de los profundos y emotivos valores humanistas que atesora, La Carretera te ataca de las 3 formas en las que te puede noquear una película: izquierdazo a la emoción, gancho a las tripas y cruzado a la cabeza. De hecho, este último golpe resulta el más peligroso de todos, porque aunque consigas librarte del impacto emocional inicial, no consigues abandonar el asfalto y te sorprendes caminando por ella muchos meses después. Por que The Road es como una maldita espina que se cuela en tu torrente sanguíneo y avanza lenta pero indefectiblemente hacia el sótano en el que conviven tus peores miedos. Y una duda, como una cuchilla, araña tu mente: ¿y si pudiera pasar?
3 * Lo que Andy se llevó
"¿Cómo es posible que sufrieras viendo Toy Story 3?" os estaréis preguntando.
Mientras el público, mayoritariamente infantil, vitoreaba y reía parapetado tras sus gruesas gafas 3D, yo trataba de contener el llanto sin éxito. Y es que frases como “el fin de una era” o “será duro despedirse de Andy para siempre” fueron too much para mi. En el real world, yo también tenía que despedirme de mi propio Andy, un fiel amigo muy enfermito que moriría justo dos días después de aquella proyección.
Cuando la gente se levantó, animada y satisfecha, de sus butacas, yo no pude ni quitarme las gafas. Mi paciente acompañante me abrazó y empapé de lágrimas su camisa hasta que la sala se había vaciado y la cara de la acomodadora nos instó a marcharnos.
Recuerdo que la gente me miraba, entre el asombro y la lástima, pensando para si “pues si que le ha afectado a esta chica separarse de sus juguetes”.
Al devolver las gafas 3D (¿ah, pero es que había que devolverlas?), estuve a punto de pedir disculpas por el indecente estado en el que las entregaba. No me queda claro si las reciclan o las reutilizan sin más, así que si alguien encuentra unas glasses empapadas la próxima vez que vaya a ver un film en 3D, son las mías.
Mientras el público, mayoritariamente infantil, vitoreaba y reía parapetado tras sus gruesas gafas 3D, yo trataba de contener el llanto sin éxito. Y es que frases como “el fin de una era” o “será duro despedirse de Andy para siempre” fueron too much para mi. En el real world, yo también tenía que despedirme de mi propio Andy, un fiel amigo muy enfermito que moriría justo dos días después de aquella proyección.
Cuando la gente se levantó, animada y satisfecha, de sus butacas, yo no pude ni quitarme las gafas. Mi paciente acompañante me abrazó y empapé de lágrimas su camisa hasta que la sala se había vaciado y la cara de la acomodadora nos instó a marcharnos.
Recuerdo que la gente me miraba, entre el asombro y la lástima, pensando para si “pues si que le ha afectado a esta chica separarse de sus juguetes”.
Al devolver las gafas 3D (¿ah, pero es que había que devolverlas?), estuve a punto de pedir disculpas por el indecente estado en el que las entregaba. No me queda claro si las reciclan o las reutilizan sin más, así que si alguien encuentra unas glasses empapadas la próxima vez que vaya a ver un film en 3D, son las mías.
P.D. Pasen por la halloweenera encuesta de esta semana ;)
P.D.2. Aún están a time para apuntarse al concurso de Bandas Sonoras. Si no se anima más gente, lo voy a tener que suspender :(