Hay
muchos caminos para llegar a Los ojos sin rostro (Les
yeux sans visage). Los más almodovarianos tal vez quiean, simplemente,
descubrir cuánto de La piel que habito, a
la que el director manchego cita como clara referencia, reside en la cinta
francesa. Otros tomarán (o habrán tomado) el desvío de la reciente y fascinante Holy
Motors, en la que Leos Carax homenajea el trabajo más emblemático de Georges
Franju más allá de incluir a su protagonista portando una variación de la
inquietante máscara.
En mi caso, por ejemplo, un tercer camino ha sido el ciclo
que el último Zinemaldia le dedicó al cineasta francés. Sin embargo, se tome la
ruta que se tome, al llegar al destino, el viajero no puede evitar plantearse
la misma cuestión “¿cómo es que no
llegado aquí antes?”.
Los
ojos sin rostro apareció
en el momento (1960, demasiado pronto) y en el lugar inapropiado. ¿Qué atrevimiento
es ese de rodar una cinta de terror en Francia y en plena eclosión de la
Nouvelle Vague? Si este inquietante y potente film hubiera sido dirigido por un
director norteamericano (o por uno europeo de más “enjundia”) y no perteneciera
al denostado género de terror, posiblemente, ahora figuraría en las listas como
una de las mejores cintas (y no sólo de género) de todos los tiempos.
Afortunadamente, el tiempo la ha rescatado demostrando que no sólo está destinada a
buscadores de joyas insólitas o gourmets exigentes.
A
Franju le basta con una simple (y hitchcockiana) escena introductoria (en la que
no se pronuncia ni una sola palabra), para meternos de lleno en la trama. A partir
de ahí, monstruos mucho más perturbadores, pausados, terroríficos y (también)
poéticos que los que solían deambular por las tramas del mago del suspense.
Los
ojos sin rostro estremece, incomoda, fascina y provoca repulsión y lo
hace con una elegancia y un buen gusto insólitos. Además, su intensidad y su potencia
visual no han envejecido en absoluto. Incluso el espectador del siglo XXI, con nula
inocencia cinematográfica y "curado de casi cualquier espanto", no podrá evitar
asombrarse ante su osadía ni apartar la vista en algunas de sus escenas clave.
El
mad doctor, su ambivalente cómplice, la escalofriante mansión en la que todo
pasa, un espeluznante y desarmante final, pero, sobre todo, la frágil y etérea protagonista
con su máscara de porcelana (también fue la inspiración para crear la de
Michael Myers en La noche de Halloween), a medio camino entre una Frankenstein modernizada
y el protagonista de El retrato de Dorian Gray, está
destinada a grabarse en la retina de cualquier cinéfilo inquieto y de protagonizar
alguna de sus pesadillas...
Clásico
imprescindible.
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